FUENTE: THE NEW YORK TIMES
Farias es un periodista chileno-estadounidense que escribe sobre derecho, justicia y política.
El electorado chileno batió todos los récords de participación cuando votó por el exlíder estudiantil Gabriel Boric como presidente, el más joven que ha tenido Chile, en diciembre. Y el domingo 4 de septiembre, solo 6 meses después de su llegada a la presidencia, volvieron a romper un récord al rechazar rotundamente un proyecto defendido por Boric desde el principio: una nueva Constitución progresista diseñada para enterrar la que Chile heredó de Augusto Pinochet.
De los 13 millones de chilenos que acudieron a las urnas el 4 de septiembre, el decisivo 61,9 por ciento —entre ellos muchos que ayudaron a que Boric fuese elegido— dijo “rechazo” a esta propuesta de carta magna, que, entre otras muchas cláusulas con visión de futuro, habría consagrado más derechos que nunca, exigido la paridad en las instituciones de gobierno, priorizado el medioambiente y declarado Chile como Estado plurinacional de modo que el autogobierno de los indígenas conviviera con el gobierno nacional. Aunque el abrumador rechazo fue una sorpresa para muchos, la explicación más sencilla y certera de ese resultado es que el rechazo era la opción más segura en unos tiempos en los que los chilenos no se sienten seguros.
La sensación de inseguridad y precariedad, que lleva décadas hirviendo a fuego lento, fue lo que en un principio llevó a los chilenos a reclamar una nueva Constitución. Sin embargo, la pandemia de covid, el estancamiento económico, el incesante aumento de la violencia, el crimen organizado y la llegada de inmigrantes de países de la región generaron aún más incertidumbre en los comienzos del proceso constitucional.
Con este ambiente de inestabilidad, es comprensible que un transformador cambio constitucional pasara a un segundo plano. La Constitución de 1980, fraguada en la época de Pinochet, que fue enmendada numerosas veces pero nunca sustituida después de que los votantes pusieran fin a su régimen, sentó las bases para convertir el país en una democracia políticamente estable y favorable al mercado que permitió a muchos chilenos salir de la pobreza y ascender a la clase media: una especie de faro para el resto de América Latina. Pero esa movilidad ascendente resultó ser precaria, y la Constitución, que privatizó muchos servicios públicos, impulsó a las clases gobernantes y empresariales, mientras que los trabajadores luchaban por subsistir.
Esa dinámica explotó en 2019, cuando un ligero aumento de los precios del transporte provocó un malestar social y unos levantamientos masivos insólitos en el país desde su vuelta a la democracia. Con un pueblo y unas instituciones públicas al borde del colapso, los líderes políticos firmaron un pacto para poner en marcha el proceso de redacción de una nueva Constitución, que para muchos era la única forma de brindarles a los chilenos una seguridad tangible y duradera, y no solo económica.
En 2020, casi el 80 por ciento de los votantes respondió a ese pacto votando a favor de reescribir la carta magna del país, y también decidieron que el proceso lo lideraran chilenos de distintos entornos. Parecía que la seguridad iba ya de camino.
Sin embargo, desde el primer día, la Convención Constitucional de Chile estuvo envuelta en la polémica, con errores no forzados y episodios que desconcertaron a los chilenos, y que distrajeron su atención del importante trabajo que los constituyentes estaban realizando. Tenían el mandato de redactar una constitución que uniera a los chilenos; en cambio, cuando se empezaron a conocer los detalles de la propuesta, con 170 páginas y 388 artículos, la polarización y el escepticismo de los chilenos no fue sino en aumento. Incitados por constituyentes y analistas políticos de derecha, algunos chilenos no indígenas empezaron a creer que tendrían menos privilegios que los indígenas, y muchos habitantes temían que su situación empeorara con la amplia reinvención de la sociedad chilena que proyectaba la convención.
Dadas estas crisis, promover la nueva Constitución parecía casi una ocurrencia sobrevenida. Los límites que la ley impone al electoralismo reducían la capacidad del gobierno de Boric para vender la propuesta al público. La campaña de su gobierno, en gran medida agnóstica y de carácter informativo, no podía rivalizar con la oposición, que aglutinó a los conservadores, a las figuras políticas de centroizquierda y moderadas, a líderes empresariales y a un ejército de analistas que instaron a los chilenos a rechazar la nueva Constitución para que se pudiera redactar una mejor. “Una que nos una” fue uno de los muchos eslóganes de las fuerzas a favor del rechazo.
Durante el mes que duró la campaña para rechazar la nueva Constitución, logró afianzar posiciones y no cometer errores. Se difundió un torrente de desinformación a través de WhatsApp y las redes sociales, y una serie de cuantiosas donaciones políticas y turbios dispendios dieron una ventaja económica a la campaña por el rechazo, lo que sin duda influyó en los votantes. El esfuerzo fue abrumador, y muy eficaz, con el objetivo de confundir a los chilenos para hacerles creer que la nueva Constitución significaría el fin del derecho de propiedad de vivienda y permitiría abortar hasta el momento del nacimiento, entre otras cosas terribles.
No se puede subestimar esta campaña de dudas, temores y mentiras. Se aprovechó de algo que es real y que no se podía vencer con verificación de datos o desmentidos, por muchos que fueran: los chilenos, por encima de todo, quieren seguridad. Y un texto que no nace del consenso, el respeto y los intereses comunes no puede proporcionársela.
Ninguna constitución es perfecta, y menos aún un refugio seguro, y los votantes han aprendido, o deberían aprender, a no pensar que un texto les resolverá todos sus problemas. Sin embargo, es del todo razonable que un votante —sobre todo los indecisos que están más preocupados por poner un plato de comida en su mesa— llegue a la conclusión de que ninguna propuesta que genere división, deliberadamente o no, puede ser el camino que seguir. Esto explica por qué incluso muchos de los distritos considerados “populares” que votaron abrumadoramente por Boric, así como los más azotados por la pobreza y que más necesitan un cambio, votaran en contra de la nueva Constitución. O por qué un gran número de votantes de los pueblos indígenas, a los que el nuevo texto habría otorgado un reconocimiento y una autonomía históricos, también decidieran rechazarla.
Boric ha hecho bien admitiendo esos fracasos. En un discurso, después de que los chilenos se pronunciaran claramente, dijo que la Constitución que se redacte más adelante tendrá que dar certidumbre y unir al país.
Para tal fin, y con la bendición de Boric, el Congreso está estableciendo ya los parámetros con los que se emprenderá la redacción de una nueva Constitución: quién la redactará, en qué plazos y cómo ceñirla a los aspectos importantes donde ya hay unidad. Existe el acuerdo general, por ejemplo, de que la nueva Constitución debe reconocer algo que no figura en la antigua: que Chile es un Estado social y democrático garante de los derechos, la igualdad y el bienestar de todas las personas, al margen de su estatus o posición social.
Esa es la base. Ahí empieza la seguridad. La promesa, y los peligros, del camino por recorrer estriban en conseguir que todos los chilenos se pongan de acuerdo en estos puntos esenciales, coincidan o discrepen en los no esenciales y se unan en torno al resto. No será fácil, y los actores que actúan de mala fe y que no quieren un cambio podrían volver a entorpecerlo. Pero es el único modo de que Chile tenga una Constitución que dé cabida a todos.
Cristian Farias (@cristianafarias) es un periodista chileno que escribe sobre leyes, justicia y política.